Para eso sirvió también la extraña huelga, GABRIEL ALBIAC
Día 06/12/2010
«RAYO que fulmina antes de que el trueno pueda ser escuchado», el Estado
debe —según Gabriel Naudé— golpear siempre en el silencio y en la sombra.
El rayo fulminó anteayer a los controladores aéreos. Sin que, al parecer,
percibiesen ronronear sobre ellos tormenta alguna. Los controladores aéreos
son, en España, la cabeza de turco perfecta. Sólo a su terca necedad cabe
atribuir la completa ausencia de cálculo de los riesgos que ponerse en tal
papel de chivo expiatorio acarrea. Y que cabe en un axioma de Carl Schmitt:
el eficaz funcionamiento del poder se asienta sobre la acertada construcción
de un enemigo, acerca de cuya definición «decide sólo el Estado como
unidad política organizada». Contra la amenaza de ese enemigo, se puede
fácilmente soldar a todos aquellos que se reconocen en la normalidad que
los enfrenta a aquel que, con indiferencia de sus reales vicios o cualidades,
dispara el automatismo de nuestra colectiva alarma, de nuestro recelo o de
nuestra antipatía.
Puede que ninguna otra profesión resulte, en España, más antipática que la
de controlador aéreo. Sus miembros se lo han ganado a pulso. Con la
aquiescencia de gobiernos que jamás abordaron la tarea de abaratar el
mercado, acabando con el control gremial del acceso al oficio. Convertidos
así en casi una casta, poco pueden reprochar a otra más poderosa —la de los
políticos— que haga uso sacrificial de ellos, ahora, para lavar parte de sus
propias culpas ante un electorado furibundo.
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La cronología de este fin de semana tiene valor didáctico: el viernes aprueba
el Gobierno medidas que rompen los acuerdos a los que hace meses llegó
con los controladores; esa misma tarde comienza la huelga; a la mañana
siguiente, con el cielo español ya bloqueado, el Presidente toma la decisión
—prevista en la Constitución, artículo 116.2, y la Ley Orgánica 4/1981,
artículo 4— de implantar el Estado de Alarma. Lo asienta sobre dos de sus
supuestos (4c y 4a): «paralización de servicios públicos esenciales», más
«catástrofes, calamidades o desgracias públicas», ya que el apartado 4c no
puede ser aplicado sin la concurrencia «de alguna de las demás
circunstancias o situaciones» que contemplan los otros tres apartados del
artículo. Cabe cierta duda en cuanto a comparar el caos de viajeros con los
ejemplos de «catástrofe, calamidad o desgracia» que enuncia la ley, «tales
como terremotos, inundaciones, incendios forestales o accidentes de gran
magnitud». Pero supongamos que sea homologable; se trata, al fin, de
términos lo bastante polisémicos.
En lo que no hay polisemia ni puerta abierta a la interpretación es en lo que
para el «Estado de Alarma» dicta el artículo 116.5 de la Constitución: "No
podrá procederse a la disolución del Congreso mientras estén declarados
algunos de los estados comprendidos en el presente artículo ». Lo cual, tras
la declaración de continuidad que —en ausencia del inexplicadamente
desaparecido Presidente Rodríguez Zapatero— realizó el domingo por la
tarde Pérez Rubalcaba, despeja, al menos, una incógnita: la convocatoria de
elecciones anticipadas es ahora legalmente imposible. No haya alarma. Para
eso sirvió también la extraña huelga. Rayo que fulminó. Sin trueno.